01 agosto 2016

Entre muros

Conozco a alguien, y podéis creerme cuando os digo que le conozco muy bien, que vive entre dos muros.

El muro exterior es alto y grueso, muy sólido. Lo ha ido construyendo poco a poco, con el paso de los años, y ha terminado descubriendo que prefiere vivir tras él. Ahí fuera hay demasiado mundo, demasiada gente. En el mundo exterior siempre se ha sentido incómodo, desplazado, aislado. Él es distinto, no pertenece a ese mundo. No encaja ahí fuera ni sabe cómo actuar o qué se espera de él. Lo que para algunos sería una prisión él lo ve como un refugio, un lugar tranquilo donde poder ser él mismo sin ser juzgado, sin tener que pasar una especie de prueba a cada minuto, sin exponerse, sin arriesgar. Un remanso de paz. Ya ha dejado de intentar convertirse en alguien normal, de ser como los demás.

Pero no lo entendáis mal, no es que tenga deseos de salir y se lo impida un miedo paralizante por lo que le pueda pasar, es perfectamente capaz de enfrentarse al mundo y de hecho lo hace cada día. Es sólo que prefiere evitarlo, vive mejor sin los nervios y el estrés. Enfrentarse al mundo le agota y tarda largo tiempo en reponerse.

Vivir tras ese muro tiene un alto coste, se cobra su precio muy caro en forma de soledad. A menudo sueña con encontrar a alguien con quien compartir ese espacio interior, aunque en el fondo sabe es imposible. Primero porque ya no sale más de lo necesario. Que alguien se acerque hasta el muro, sienta curiosidad por ver qué hay detrás y quiera entrar es en extremo infrecuente.
Y segundo porque aun en el raro caso de que alguien mostrase interés, y él consiguiera reunir el coraje para abrirle la puerta e invitarle a pasar, todavía quedaría el problema de que no hay mucha gente que se sienta cómoda viviendo tras un muro, y él ya está bastante quemado tras aventurarse una y otra vez al exterior. Además están los colores...

Los colores.

Ya os he dicho que vive entre dos muros, y es que hay otro más, el muro interior.
Este es muy diferente del externo. Es más bajo e irregular, menos grueso y sólido y de construcción bastante chapucera. Es como si hubiera sido levantado a toda prisa por manos inexpertas, sin ningún tipo de planificación ni tiempo para seleccionar las piedras más adecuadas para la tarea. De hecho ese es exactamente el caso.

El muro interior es un muro de contención, hace de dique, y la sustancia tras él es hipnóticamente hermosa y terrorífica a la vez. Se trata de un líquido en extremo volátil y peligroso. Es muy inestable, siempre cambiante, caótico. A veces se tiñe de bellos colores fluctuantes, dibuja formas sencillas como volutas, círculos y espirales que se mueven, mezclan y transforman poco a poco. Cuando está en ese estado se siente suave y cálido al tacto, profundamente agradable. Y esta sustancia es además increíblemente potente. Su simple contacto con la piel afecta enormemente al ánimo y produce una sensación de paz, plenitud, alegría, conexión, euforia incluso.


Pero a veces, no siempre con una causa aparente, el líquido se torna tóxico. Los colores se agitan y enturbian, se remueve, bulle y se convierte en algo frío, negro y viscoso parecido al alquitrán; pegajoso, corrosivo y del que emanan vapores ácidos. Su contacto quema, se siente como una manada de bestias de de afiladas garras desgarrando tu carne y arrancando buenos trozos con sus fauces. Como mil anzuelos clavados por todo el cuerpo tirando en direcciones distintas. Respirar cérca de él puede reducir a un hombre a un amasijo sollozante  de lágrimas y mocos en posición fetal. El contacto prolongado lleva a una espiral de dolor y sufrimiento que le arrastran a un lugar oscuro, totalmente desprovisto de toda luz y calor, hasta el punto de hacerle a uno desear su propia muerte con tal de dejar de sufrir.


No siempre ha vivido así, entre muros. Hubo un tiempo en que el muro exterior era sólo un murete que a penas levantaba un palmo del suelo y las formas y colores lo inundaban todo. Antes del muro interior el líquido multicolor dominaba su vida por completo. Todo era brillante e intenso. Todo corría prisa y era capaz de ver la hermosura del mundo de una forma en que le quitaba el aliento. Cada amanecer contemplado era una epifanía que le hacía sentir en comunión con el mundo, cada amor le elevaba a los cielos y le hacía sentirse como un gigante. Pero cuando el líquido se volvía negro, oh dioses, os lo podéis imaginar. Le arrancaba las alas y se estrellaba, con fuerza, contra el suelo. Cada amorío se convertía en dolor. La luz del mundo hería sus ojos y la felicidad y belleza ajenas le hacían sentirse aún más desgraciado.

Fue una época... intensa, de grandes tormentas.

Ni toda la belleza y calidez del mundo en los días de sol llenos de color compensaban esas malas rachas. De modo que tuvo que aprender a contenerla, sin demasiado éxito, he de añadir. Pero no fue una decisión que tomase a la ligera. Pasó media vida intentando aceptarla como parte de sí y convivir con ella. Incluso le ofreció en varias ocasiones las riendas del carruaje con el que salía a explorar el mundo. Una y otra vez acabó en desastre, con los caballos desbocados. Cada vez terminaban por salirse del camino y estrellarse contra un árbol. O se atascaban en un lodazal durante meses, antes de conseguir volver a su refugio a recomponerse. Y con cada revés, con cada pequeño apocalipsis, añadía una nueva hilera a cada muralla.

Se vio obligado a construir el muro interior para contener toda esa intensidad. Pero lo cierto es que por más que se esmera el trabajo es chapucero. Esa sustancia tiene vida propia y no acepta ser contenida, aprovecha cualquier grieta para filtrarse, con lo que el muro siempre tiene fugas y requiere de mantenimiento y atención constantes. Y pese a sus esfuerzos es inevitable que de vez en cuando una sección se derrumbe inundándolo todo. Cuando esto pasa tiene que chapotear en esa sustancia armado con cubo y pala y reconstruir hasta conseguir contenerla de nuevo. Os aseguro que en esas ocasiones se siente como una de las 49 danaides.

Y así es como ahora vive entre dos muros. El muro exterior le separa del mundo del que nunca se ha sentido parte. El muro interior contiene sus emociones puras, no para eliminarlas por completo (lo cual sería imposible) sino para evitar que formen torrentes que puedan arrastrarle hacia el abismo. Y pese a que lo intenta con ahínco siempre tiene fugas.

A veces se sienta en lo alto del muro exterior y observa un mundo que no comprende. Cada vez siente menos necesidad de salir, de intentar encajar ahí fuera.


A veces se sienta en lo alto del muro interior y observa las formas y colores. Cada pequeño remolino, cada turbulencia, espiral o zona burbujeante... y no entiende nada. Lleva años observando, estudiándolos, analizando. Con el tiempo sigue sin comprenderlo, pero al menos ha conseguido encontrar patrones que le permite predecirlo. Es capaz de predecir las señales más obvias, las que indican que va a empezar a bullir y a transformarse en la masa oscura, fría y pegajosa. Ha aprendido que cuando las formas y colores se agitan demasiado lo mejor que puede hacer es intentar minimizar los daños, dejar de mirar y centrarse en reforzar el muro hasta que pase el peligro.

El mayor problema es que cada vez que tiene una visita, de esas que tanto anhela, e invita a alguien a pasar las formas y colores parecen detectarlo y se revuelven y agitan. Y su influencia sobre él crece sobremanera. En una ocasión en pleno arranque de locura derribó parte del muro exterior, saliendo eufórico para descubrir que la persona que merodeaba había huído espantada. Otra vez tuvo más éxito que la otra persona en controlar los colores y ésta, dolida, dio por finalizada la visita. Lo más frecuente es que los colores le tienten y se acabe dando un chapuzón en ellos o derribando enajenado parte del muro interior, lo cual le deja totalmente expuesto cuando se vuelven negros.

Casi siempre que tiene visita los colores se agitan. Casi siempre que los colores comienzan a arremolinarse es un mal presagio, una señal de que van a tornarse negros e inundarlo todo. Y él ha aprendido a temer esto. Y la única forma que conoce de evitarlo es centrar toda su atención en reforzar el muro interior tapando fugas, lo cual es imposible teniendo visita. De modo que la única opción que tiene es impedirle la entrada o, si es demasiado tarde, invitarla educadamente (con más o menos tacto y acierto) a salir. Esto le hace daño a esa persona y aún le duele más a él. Además el resultado siempre es bastante mediocre pues sigue habiendo filtraciones, pero ¿qué otra cosa puede hacer?