22 noviembre 2008

Mi culo y el deporte

Mi culo, blandurrio y peludico, al fin se ha movido y apuntado a algo. Sabía desde hacía tiempo que necesitaba con urgencia hacer deporte.

El caso es que empezaba a atocinarme y a echar panza. Consecuencia lógica, antes o después, cuando tu culo no se ha movido de la silla del ordenador en 10 años, desde que dabas gimnasia en el colegio. Las pajas son lo más parecido a hacer ejercicio que he hecho en este tiempo.

Los deportes “tradicionales”, aquellos en los que intervienen más pelotas que las de los jugadores, nunca me han llamado la atención. Por ello descarté de entrada el fútbol, baloncesto, tenis... Ni siquiera aquellos en que interviene algo remotamente parecido a una pelota superaron la criba, léase rugby y badminton.

Entonces, contemplando mi acuciante atocinamiento, me planteé ir a nadar. "Voy dos o tres veces por semana, hago un puñado de largos, y de aquí a unos meses estaré como un queso." Mi aventura natatoria duró un día. Al tercer largo empecé a notar una sensación rara. Llegué al borde de la piscina y me aferré a él, recuperando el aliento. La sensación extraña iba a peor. Salí del agua dando tumbos, mareado, y vomité hasta los higadillos en el cagadero más cercano. Tras esta humillante experiencia y 4 días de agujetas ir a nadar quedó descartado. El agua pa las putas nutrias.



Tras aquel fracaso, armado de nuevo de buenas (e ingenuas) intenciones me dije: "Voy a ir a correr todas las tardes". Nunca llegué a empezar.

Lo siguiente que me planteé fue ir a un gimnasio. Pesas, bici estática, remos, correr en cinta... Una vez más no llegó a hacerse realidad. Siendo yo mismo quien me administrase el tiempo y la regularidad del ejercicio acabaría abandonando por dejadez. ¿Alternativas? El Pilates y el Tai Chi son para viejunos y haciendo aerobic o step me tomarían por gayer. Conforme pasaba el tiempo se hacía más urgente la necesidad de hacer cualquier tipo de ejercicio físico. ¿Cómo podría revertir el proceso degenerativo emblandecedor de carnes que avanzaba cada vez más?


Un día, por vicisitudes del destino, sostuve entre mis manos una falcata cántabra. ¡Mola! Exclamé. Sostener aquél trozo de hierro entre mis manos me hacía sentir poweroso, y me entraban ganas de repartir tajos a diestro y siniestro como si fuera Conan o el puto He-man. Así que me puse a investigar diferentes artes marciales con armas: Kendo y Kenjutsu emplean katanas samuráis. La lucha Kali unos palitroques. El Bu-Jutsu un bastonaco. Luego llegué a la esgrima deportiva. Y ésta me llevó a algo que me enamoró, la esgrima antigua. Usan espada ropera (a lo alatriste) y bastarda (mano y media). El planteamiento viene a ser el siguiente: viendo que la esgrima deportiva se ha amariconado deportivizado y regulado hasta convertirse en un engendro que poco o nada tiene que ver con lo que se practicaba antaño, unos frikis apasionados han recopilado toda la información de primera mano que han podido (tratados de esgrima de época, los “manuales” con que se enseñaba esgrima) y se han devanado los sesos para interpretar sus ilustraciones de escorzos imposibles. El resultado, una aproximación que intenta recrear la forma autóctona de ensartarse unos a otros varios siglos atrás. El argumento: ¿Para qué te vas a poner a aprender mingadas orientales cuando en casa ha habido una tradición militar acojonante desde siempre? .



Así que me pasé un par de años fantaseando con apuntarme. La pega: el sitio más cercano donde se podía aprender semejante maravilla estaba a un mínimo de una hora de viaje. Cuando finalmente asumí que quedaba fuera de mi alcance me fijé en las artes marciales. Kárate, Taekwondo, Kickboxing, Judo, Krav Maga, Aikido, Ninjitsu, Jiujitsu y hasta Feng Shui. Me informé a través de foros y vídeos sobre todas ellas. Dado que no soy especialmente violento descarté las más orientadas a dar hostias.


Estuve investigando y leyendo sobre aikido, judo, etc. hasta que me di cuenta de una obviedad: seguía sin mover un puto dedo. Incluso hacía menos que antes de volverme motero al no ir ya andando a todas partes. Tenía que hacer algo, lo que fuera, y hacerlo ya.


De modo que aprovechando la coyuntura de tener que renovar el carné de la piscina mi culilo pintorero se apuntó a judo. 3 tardes por semana estaría entretenido.


Y llegó el día de la primera clase de Judo. Nervioso, con un kimono nuevecito y cargado de inseguridades y miedos abrí la puerta que daba acceso al tatami y entré.


Ya habían empezado, estaban CALENTANDO (gran palabra, lo que no sabía en aquel momento es que su significado depende de la forma física de quien la pronuncie). Me invitaron a unirme y me puse a imitarles como pude. Empezaron trotando dando vueltas al tatami. Que si llevar la mano al suelo, trotar de lado, cruzando las piernas, hacia atrás, agacharse y saltar a tocar el techo, saltar llevándose las rodillas al pecho... Estaba jadeando y tosiendo como un perro tísico y acababan de empezar. “Es un calentamiento” me dije. “No puede ser para tanto, tengo que aguantar”. Para tanto los cojones.


Tras el trote cochinero tocaban flexiones de brazos. En series de 10: normales, con las manos muy separadas, con las manos juntas, con los dedos hacia fuera, con los dedos hacia atrás, sobre los puños a la altura del ombligo... Las 4 primeras (flexiones, no series xD) las hice sin problemas. A la quinta me temblaban los brazos. La sexta me costó horrores, la hice a cámara lenta. La séptima sólo me levanté medio palmo del suelo sacudido por los temblores de mis brazos atrofiados. A partir de ahí en todas las siguientes mi pecho se mantenía pegado al suelo pese a que empujaba como un cabrón azuzado por mi orgullo en cada postura. 100 flexiones. Pa calentar. Toma ya.


Acabamos las flexiones. Aproveché el fugaz momento de calma para mirar a mi alrededor. Los demás apenas habían empezado a sudar. Al menos nadie se reía señalándome con el dedo. Entonces empezaron las “abominables”. Tocando una rodilla con el codo, luego la otra y bajar, con las rodillas formando un escalón, “bisagras”, “oblicuos”, "lagartijas"... Seguían sucediéndose los distintos ejercicios. Me latía la cabeza y me temblaba todo el cuerpo. 100 abominables en diferentes posturas, como si las hubiera ideado un inquisidor meticuloso, poniendo cuidado en no descuidar el potencial de dolor de ni uno sólo de los músculos ocultos bajo mi flotador.


Tras eso vinieron las lumbares. No hace falta que diga cuántas se suponía que debía hacer. Al levantarme estaba mareado. Indiqué balbuceando al sensei que siguiera sin mí y me senté en un banco fuera del tatami. Me vi en el espejo. Estaba empapado en sudor y blanco como la cera. Alguien se acercó a mi y dijo algo, pero yo no era capaz de procesar lo que decía. Noté de nuevo esa sensación en el estómago y fui al baño. Me arrodillé, devoto, dispuesto a realizar una ofrenda al dios Roca, como el día de mi escarnio natatorio. Afortunadamente se me pasaron las nauseas.


Así fue mi primera clase. Al día siguiente me dolía todo el cuerpo y apenas me podía mover. No eran agujetas, lo mío iba más allá. Todos los músculos de cintura para arriba estaban agarrotados, duros e hinchados y las articulaciones no se movían más allá del 50% de su recorrido normal. Dolía dormir sobre ellos, dolían al respirar, y ponerse una camiseta se había convertido en mi pequeño infierno cotidiano particular.


El día siguiente, martes, estaba igual. El miércoles también. No fui a la clase de judo por motivos obvios y en su lugar fui a andar (correr era pedir demasiado). El jueves estaba algo mejor, un poco menos agarrotado pero igual de dolorido. Estuve todo ese día meando marrón. Al parecer cuando se rompen fibras musculares por sobreesfuerzo se libera mioglobina, algo parecido a sangre, que se acaba meando. Qué cosas.


Tras mi bochornosa “toma de contacto” no lo he dejado. Ahora cuando trotando me quedo sin aire doy vueltas andando hasta que me recupero, cuando empiezan a costarme las flexiones más de la cuenta las hago con las rodillas apoyadas, etc. Más tarde descubrí que todos llevan cinturones de colorines, llevan varios años con judo y entrenan para competición.


Lo cierto es que en mes y medio ya noto mejoría. Un poquito en mi físico y bastante a nivel mental, una de las razones, si no la principal, por las que me apunté. De momento ya nota ese buen humor de las endorfinas, estoy más activo, más sereno. Mi objetivo sigue siendo sencillo, no dejarlo y hacer lo que pueda (y cada vez puedo un poquito más). A poco que haga sera mucho más que si me quedase en casa frente al teclado del ordenador. La sensación de ser un espectador de mi propia vida mientras esta pasa de largo sin mí ha desaparecido.



Me siento doblemente orgulloso, algo poco frecuente. Primero por haber tenido los arrestos de apuntarme e ir (dar el primer paso, en mi, es una hazaña). Y segundo por seguir yendo, sobre todo tras el primer día (Si decidirme y actuar es una hazaña no abandonar, conociéndome, es una auténtica proeza).


De modo que poco a poco voy tomando las riendas de mi propia vida:

Comprarme una moto

Hacer algo de ejercicio físico

Dejar de fumar

¿Aprender a tocar guitarra?

...